El mundo de Maribel no había evolucionado. En su casa, mandaban los hombres –su padre y hermanos– y ella y su mamá debían someterse a sus caprichos.
Maribel estaba extenuada. Como todos los sábados, aquella mañana había sido agotadora. Después de hacer el aseo en su dormitorio –mucho más a fondo que los demás días de la semana– y lavar alguna ropa, tuvo que ir a la cocina. Su madre, experta en el arte culinario, necesitaba más a Maribel que la nana para cocinar los fines de semana. Porque, como era natural, la hija heredó aquellas dotes de “buena mano” con el horno, ollas y cacerolas.
Lo lamentable para la niña era que los días sábado y domingo en su casa se cocinaban complicadas y abundantes exquisiteces, que los varones de la familia –papá y tres hermanos–, y muchas veces también pololas, amigos e infaltables parientes, devoraban con agrado. Claro –se quejaba Maribel– que nunca había una palabra de sincero elogio que compensara la pesada carga de trabajo de las mujeres de la casa.
Y ese sábado se acordó servir un postre que requería varias horas para prepararlo –“le gusta tanto a la Sole”, repetía la mamá, refiriéndose a la polola de Pablo, el mayor de sus hijos–, además de una torta complicada y un kuchen para la tarde; y, por supuesto, esta parte del menú le correspondía a Maribel.
No se llevaba bien con su madre, a la que le reprochaba su mentalidad sometida al machismo del hogar familiar, sistema de patriarcado que parecía fascinarle y que había tratado de inculcarle a su hija desde pequeña. Lo que enfurecía a Maribel era que los fines de semana se transformaban para ella en una verdadera tortura y ninguna de las mujeres descansaba, “mientras los hombres –alegaba– se sientan sin hacer nada. Ni siquiera se levantan a atender el teléfono o a abrir la puerta cuando alguien llega”. Pero eran “muy amables”: cuando llamaban a un celular de cualquiera de ellos, le pedían a Maribel que “por favor” se los llevara a la reposara en donde se encontraban bajo la sombra de los árboles.
El mundo –su mundo– era un enemigo declarado. Y ello dio a Maribel una personalidad tímida y apagada, en que la mujer ocupaba el último lugar, aplastada por la presión y el peso del sexo masculino. Tampoco sus relaciones con sus hermanos eran buenas, pues veían en la hermana –aunque, al igual que Pablo, Jorge e Ignacio, cumplía en sus estudios y en sus responsabilidades – poco más que a una sirvienta.
Como otros tantos sábados, la agresividad de su madre se descargó en ella. Porque si bien a la mamá le encantaba cumplir con sus “más que labores, deberes del sexo”, como decía, en el fondo también se sentía utilizada por los miembros masculinos de la familia. Maribel aceptaba generalmente aquellos chaparrones, que ella no provocaba, pero le daba rabia que la nana se aprovechara de la situación y también tuviera gestos de menosprecio. La empleada, que lavaba y planchaba la ropa de todos sus hermanos, apartaba cuidadosamente la de la muchacha, dejando esta tarea a “alguien”. Ellos no ordenaban sus dormitorios, y alguna de las mujeres debía asearlos todas las mañanas. Cuando querían salir a divertirse, el papá les daba dinero, con un “pásalo bien, hijo, pero cuídate”. A Maribel ni siquiera la dejaban salir, y cuando conseguía permiso, tenía que afrontar sus gastos con la mesada que le daban.
Su papá callaba. Maribel estaba segura que él advertía la belicosidad que mantenía su madre contra ella, pero él no hacia nada por arreglar las cosas. Y así, el aislamiento y la soledad de su única hija se hacían cada vez más profundos.
Poco antes del almuerzo llegó Soledad, la polola de Pablo, el hermano mayor. Y entonces a la mamá se le ocurrió una idea:
–Maribel, habría que preparar un aperitivo. Pisco sour para los hombres. O whisky, si quieren. Y mango sour para las mujeres. Con algo de picar. Hay papas fritas, queso y jamón serrano en el refrigerador.
Estaba implícito que sería Maribel la que tendría que encargarse de todo.
–Oye mamá; yo puedo hacer hasta unos canapés –le dijo Maribel–, pero que mis hermanitos, que están sentados leyendo el diario y revistas en la terraza, preparen los tragos.
–¿Pero qué estás diciendo? – le habló con tranquilidad, como si aquello no tuviera la mayor importancia.
–Nada más que cada uno haga algo por los demás.
La empleada sonrió por lo bajo, disfrutando la situación. Soledad observaba, algo pálida por el tono que adquiría la conversación, que podía terminar en enfrentamiento.
Su mamá estalló. Le dijo frases hirientes e injustificables. Maribel salió corriendo de la cocina y casi tropezó con el perro, echado y dormitando cerca de la puerta. Dos de sus hermanos –Jorge e Ignacio–, desde la terraza, escuchaban todo, pero parecían no oír, entretenidos en la lectura.
Se fue a su dormitorio y se arrojó sobre la cama. Estaba cansada, quería llorar, o acostarse a dormir, y olvidarse de todo. Escuchó la voz de su padre, en la cocina, comentando algo trivial; tampoco para él nada había pasado.
Soledad entró en el cuarto.
–Le dije a tu mamá que yo te ayudaría –fue a sentarse a los pies de la cama–. No sé si le gustó la idea, y se quedó callada... ¡Oye eres súper valiente, te envidio!
–¡Dios mío, Sole! –gimió Maribel– ¿Qué puedo hacer con mi vida? ¡Me dice que no sirvo para nada y me pide que haga todo! Y mis hermanitos pasándolo bien todo el día, servidos como unos príncipes, sin preocuparse por nada.
–Te entiendo. Es bien raro en estos tiempos, pero son muy machistas en esta familia.
–Y tú pololeando con mi hermano Pablo. Puedes imaginarte lo que te espera. ¡Es el peor de todos!
–Lo sé –suspiró Soledad–. Pero... creo que estoy muy enamorada. Le he pedido que sea amable contigo. Pero no me oye. Ni siquiera me dice lo que piensa.
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Maribel se puso de pie. Tenía los ojos llorosos. Se limpió la nariz y fue hacia la puerta. Soledad la acompañó, dándole una palmadita de comprensión en el hombro.